Demasiada gente

He oído miles de veces aquello de «es que hay demasiada gente, esta ciudad es un agobio», pero nunca me lo había tomado demasiado en serio. Hasta hace unos días.

No sé si es el hastío de hacer cada día el mismo recorrido, de deambular muerta de sueño durante una hora de ida, una hora de vuelta: carrera hasta el autobús, diez minutos de metro, diez minutos de caminar, parar a por un café para llevar, coger el ascensor, bajar en el piso 7, poner la huella dactilar, dejarlo todo sobre la mesa. Sentarme y a empezar. Y a las seis de la tarde, lo mismo pero al revés, sustituyendo el café por una ansiedad que me pide entrar en una panadería a por una pasta, algo artificial y lleno de chocolate. Aunque ese es otro tema demasiado extenso para hablarlo en el día de hoy.

Siempre voy con prisas; casi todos vamos con prisas. No dejo de correr para llegar a tiempo al transporte público, a la oficina, a esa breve «actividad extraescolar» que me alegra un poco la rutina. Al cine, a la hora de la cena, a la hora de dormir para mañana no estar cansada.

Cuando corres en una ciudad como Barcelona solo hay una forma de hacerlo: esquivando a una cantidad desesperante de personas. Con el tiempo he desarrollado una habilidad increíble en «plegarme», en «doblegarme», en torcer un hombro o una pierna o una sola mano para no chocar contra esa marea de gente que viene en dirección contraria. Es difícil decidir si son peores los que tienen prisa o los que no; todos están en tu camino, todos luchan por salir los primeros del vagón, por subir los primeros las escaleras, por atravesar los primeros las puertas…

En definitiva, por cubrir antes que tú esos pequeños espacios de entrada y salida de todas partes, esos agujeros negros por los que la gran ciudad nos engulle y escupe a su antojo. Aquí nos encontrarán a todos cuando acabe el mundo: empujándonos.